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  Apología de lo humano*

Liliana Weinberg

CIALC, UNAM

En los grandes momentos de construcción y crisis de la civilización y de nuestras certezas miramos a Grecia.  El viejo humanismo, que buscaba un sentido universal de alcance normativo pero no pudo superar su carácter restringido y excluyente, debe ser hoy reformulado en pos de un nuevo humanismo, que tome en cuenta  la incorporación de todas las culturas y la expansión de todos los campos del quehacer humano, y que al mismo tiempo logre superar las asincronías y destiempos no sólo entre el ritmo demográfico, el económico y el cultural, sino también entre los regímenes de verdad y la amenaza de que la revuelta del mar del irracionalismo y la incredulidad inunden ésta, nuestra sitiada isla de racionalidad.

         Ha llegado la hora de avanzar –y a la vez regresar, en una nueva vuelta de la espiral—a una apología del ser humano, a la defensa de las ideas de bien, justicia, verdad y belleza, tal como las concibió el mundo griego. Recordemos la Apología de Sócrates. El maestro de Platón pudo haber salvado la vida con sólo retractarse de lo dicho, pero prefirió no hacerlo, no por mera muestra de valentía o por voluntad suicida, sino por un cabal y perfecto razonamiento: un mundo en que no sea posible encontrar consenso universal respecto de la idea de justicia no merece la pena ser vivido. Estas reflexiones nos alcanzan hasta la turbulenta vida de hoy, ya que en un mundo que carezca de un sentido universal de los valores, en un mundo que no sea capaz de observarse críticamente a sí mismo, en un mundo donde se privilegien los intereses particulares, donde la idea de bien no logre alcanzar trascendencia por encima de los impulsos egoístas del individuo o del grupo y donde se nos obligue a ver sólo el corto plazo, el presente se tornará irrespirable y la vida agobiante.        

         Asistimos hoy por desgracia a un repliegue de la idea de ser humano, de sentido, de justicia, de verdad. Lo que queda de sentido de comunidad y experiencia compartida es saqueado en función de los intereses  particulares en un mundo que, en su inquietud y desesperanza, se ve cada día más precisado a repensar las condiciones de lo humano y de los acuerdos generales.

         Crisis económica, crisis de la idea de democracia y representación política, crisis de las instituciones que se erigieron alguna vez para organizar el concierto social, desencuentro entre el conocimiento científico, los cambios tecnológicos y el mundo realmente vivido, nuevos modos de habitar el tiempo y el espacio, estallido de creencias y regímenes de verdad, pero sobre todo crisis de la buena fe: kalí ti písti, de esa garantía del decir que nos hace confiar en la transparencia de las palabras, en la sinceridad para con los demás y para consigo mismo, asunción responsable de la palabra empeñada, recuperación de la honradez y la transparencia en el decir y el hacer que nos permita remontar la desconfianza paralizante de unos respecto de los otros tal como la que atraviesa nuestra atribulada época en los más diversos lugares del mundo.

         Podemos hacer hoy extensivos a la humanidad toda los términos de la Apología de Sócrates: un mundo donde no haya consenso respecto de la idea de bien y de justicia no merece la pena ser vivido. Reiteramos la pregunta: ¿tiene sentido salvar la propia vida a riesgo de habitar un planeta donde no exista acuerdo general sobre los valores que deben gobernarnos por encima de los intereses particulares?

         Grecia es para nosotros el modelo de inteligibilidad del mundo. Y si pensamos en el caso de América Latina, debemos reconocer que fue paradójicamente el reconocimiento del modelo clásico el que animó algunos de nuestros más notables proyectos culturales y ciudadanizadores. Ello no implica de ningún modo omitir las discusiones en torno al modo en que el propio pensamiento europeo se dio a la construcción del ideal griego ni olvidar que la recuperación latinoamericana de este ideal está a su vez articulada con ese proceso. Pero tampoco debe conducirnos a reducir los alcances audaces y progresistas que tuvo la reinterpretación de ese ideal para un proyecto tan admirable como el que aquí estamos examinando.

         En efecto, hubo a principios del siglo XX un genial intento por parte de muchos de los más grandes pensadores latinoamericanos por recuperar el ideal clásico como modelo de un nuevo acuerdo entre la vida política y la vida del ser humano en general, puesto que el modernismo, envuelto en sus propias contradicciones, no había logrado en buena medida sino estetizar el conflicto social y se hacía necesario repensar todo el sistema de valores imperante a la luz de los fuertes cambios y sacudones de la hora.  

         Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, cuyas vidas se vieron sacudidas por el fin de una época y el comienzo de otra (crisis del autoritarismo político, Revolución Mexicana, guerras mundiales, exilio español, aparición de nuevos actores y nuevas demandas sociales,  formas inéditas del exilio y la exclusión),  se propusieron repensar lo político desde el modelo griego y hacer de la estética un modelo de  promoción educativa y cultural, así como un modelo posible de recuperación del concierto social. Grecia les dio herramientas para entender el pasado, el presente y el futuro de América, los dotó de la idea de crítica, y los animó de ese principio esperanza que con Grecia hemos llamado utopía.

         Pedro Henríquez Ureña, intelectual de origen dominicano nacido en 1884,  quien vivió en México, Estados Unidos, España y Argentina –país este último donde murió en 1946--, reunió en su persona los puntos cardinales de la experiencia hispanoamericana y dedicó su obra a las grandes causas del libro y la cultura, se inspiró en el mundo griego para organizar un vasto proyecto centrado en el ideal de paideia e hizo del modelo de la educación por el libro y la cultura su gran apuesta civilizadora.

         A principios del siglo XX la inteligencia latinoamericana redescubre Grecia. Henríquez Ureña organiza para el Ateneo de la Juventud (ateneo: nuevo nombre y concepto de emancipación mental inspirado en Grecia) un programa de lectura y recuperación de los orígenes de la filosofía en el pensamiento y la cultura  griega, en particular de los diálogos platónicos, así como también del teatro clásico, como un modo de rescatar el plano de lo espiritual excluido de la mirada positivista. Platón se convierte entonces en inspirador de la crítica, ya que han sido los griegos los instauradores de la crítica en cuanto por primera vez –cito aquí a Reyes—la palabra va en busca de la palabra.

         No se trata de pensar en una originariedad griega, dirá Henríquez Ureña, sino de la originalidad griega: un pensamiento que descubre la especificidad del mundo humano respecto del mundo de los dioses, y que abre a la humanidad a una tarea prometeica: arrebatar a los dioses los saberes para entregarlos a los humanos, sí, pero además hacerlo de una manera autoconstructiva y abierta, a través de la cual el ser humano –ha dicho Castoriadis—se construya  a sí mismo y se enseñe a sí mismo  a hacerlo. 

         Y dado que estamos aquí en el seno de la Universidad, recordemos que Henríquez Ureña dedicó su propia tesis de licenciatura en derecho precisamente a pensar ese tema y a defender la legitimidad del proyecto universitario. En el caso de la Real y Pontificia Universidad de México, se trataba de una de las universidades de más larga tradición no sólo de América sino del mundo, fundada por Real Cédula del 21 de septiembre de 1551. Esta casa de altos estudios habría de vivir siglos después una serie de cierres y reaperturas, e incluso por muchos años el positivismo la mantuvo clausurada  debido a que la consideraba  repositorio del pensamiento conservador. En 1910 se da una auténtica nueva fundación de la Universidad por parte de Justo Sierra, quien reflexiona sobre el nuevo sentido de la enseñanza superior en su “Discurso en el acto de inauguración de la Universidad Nacional de México, el 22 de septiembre de 1910”.  Diez años después,  el proyecto intelectual posterior a la Revolución la dotará de nuevos alcances críticos  y constructivos. Se trataba entonces para Henríquez Ureña, en la propia tesis que dedica a la Universidad en 1914, de defender jurídica y éticamente el sentido con que se daba una reapertura del espacio universitario.  Para hacer su apología de la Universidad, Henríquez Ureña declara:

La Universidad es --¡ella también!-- herencia misteriosa de Grecia a la civilización moderna. Es la reaparición del pensamiento libre y de la investigación audaz que abrieron su palestra bajo los pórticos de Atenas; el espíritu curioso y ágil de la Academia y del Liceo reaparecen en las turbulentas multitudes internacionales, rebeldes a las sanciones de la ley local, que se congregan clamorosas en torno a los estudios de Polonia, de París, de Oxford, de Cambridge. Después del aparente estancamiento, debajo del cual con penoso esfuerzo se reorganizaba la sociedad europea […] precedido, desde el siglo IX, por la Escuela de Medicina de Salerno, verdadero principio de la institución universitaria, y producto de las tradiciones de cultura antigua de la Magna Grecia antes de la difusión de la ciencia árabe en Europa.

         De sus orígenes helénicos, la Universidad recibió el espíritu de discusión, característico, según Walter Bagehot, de las épocas de civilización superior […].  Destinada a la libre investigación por sus lejanos orígenes helénicos….

            Cupo así a Pedro Henríquez Ureña, uno de nuestros más grandes intelectuales, cumplir el papel de Sócrates, convertido a un tiempo en guía y maestro itinerante que recorrió distintos rincones de América con la voluntad de hacer, a través de los momentos negativo y positivo de crítica y construcción, entre el descontento y la promesa, y a través del recurso a la razón y la educación, un modelo de sofrosine, para sí mismo y para los demás. No considero casual que Henríquez Ureña propiciara la lectura compartida del Banquete platónico, que algunos tratadistas consideran tan estrechamente ligado al tema de la sofrosine.

         Él mismo recuerda en sus Memorias el modo en que el pensamiento y la literatura griegos cambiaron para siempre el rumbo de su propio pensamiento:

En 1907 tomaron nuevos rumbos mis gustos intelectuales. Los poemas homéricos, los hesiódicos, Esquilo, Sófocles, Eurípides, los poetas bucólicos, en las traducciones de Lecomte de Lisle; Platón, en francés, la Historia de la literatura griega de Otfried Müller, los estudios de Walter Pater (en inglés), los Pensadores griegos de Gomperz, la Historia de la filosofía europea de Alfred Weber, y algunas otras. La lectura de Platón y del libro de Walter Pater sobre la filosofía platónica me convirtieron definitivamente al helenismo.

         No olvidemos que el interés y el estudio por el mundo griego llegan a hacer que el propio Henríquez Ureña escriba, en plena juventud, “El nacimiento de Dionisos”, una obra inspirada en el modelo de la tragedia griega, donde se preocupa en particular por el papel del coro. Y que años después, cuando edifique su modelo de crecimiento e integración de América por la cultura y la educación, regrese una vez más al ejemplo griego.

         En carta del 31 de enero de 1908  dirigida a su amigo Alfonso Reyes, se refiere a “la moda griega” que se apoderaba  por esa época de la metrópolis neoyorkina, donde en esos momentos se representaba la Electra, y aprovecha para comentarle:

Te recomiendo que leas Las bacantes de Eurípides y Las aves de Aristófanes. Léelas y cuéntame. “Nosotros” hemos organizado al fin un programa de cuarenta lecturas que comprenden doce cantos épicos, seis tragedias, dos comedias, nueve diálogos, Hesíodo, himnos, odas, idilios y elegías, y otras cosas más con sus correspondientes comentarios (Müller, Murray, Ouré, Pater, Bréal, Ruskin, etc.) y lo vamos realizando con orden.

La preocupación por Grecia ocupa así un lugar fundamental en la formación de nuestra inteligencia. Pero no se trata sólo de una evocación nostalgiosa de los clásicos, sino de una relectura creativa de los clásicos que se abrirá a partir de las imperiosas preguntas de un mundo en sucesivas crisis. Así lo prueba la evocación que hace el dominicano de sus años de juventud en “La influencia de la Revolución en la vida intelectual de México” (1924), donde anota:

Entonces nos lanzamos a leer a todos los filósofos a quienes el positivismo condenaba como inútiles, desde Platón, que fue nuestro mayor maestro […].

Una vez nos citamos para releer en común El Banquete de Platón. Éramos cinco o seis esa noche; nos turnábamos en la lectura, cambiándose el lector para el discurso de cada convidado diferente; y cada quien le seguía ansioso, no con el deseo de apresurar la llegada de Alcibíades… con la esperanza de que le tocaran en suerte las milagrosas palabras de Diótima de Mantinea… La lectura acaso duró tres horas; nunca hubo mayor olvido del mundo de la calle, por más que esto ocurría en un taller de arquitecto, inmediato a la más populosa avenida de la ciudad.

     Es claro que Pedro Henríquez Ureña vio en el mundo griego el modelo para nuestra madurez cultural, como vio en el latino el modelo de una posible convivencia de las naciones: así como después de la caída del Imperio romano queda una serie de entidades fragmentadas pero asociadas por la cultura y la lengua, otro tanto habrá de suceder con las repúblicas americanas. En sus evocaciones regresa una y otra vez al gozoso momento de lectura de los griegos, que fue detonante de muchas de sus obras.  

         Esta recuperación de personajes de la tragedia griega no es aislada, sino que corresponde a una gran oleada de época, tal como lo confirma su correspondencia con María Zambrano, autora por lo demás de una impresionante reinterpretación de la Antígona de Sófocles, por la que una mujer debe expiar en sí misma toda la historia, desde su dura experiencia del exilio.

         Quiero insistir aquí que, en la pluma de Reyes y Henríquez Ureña, el modelo griego está muy lejos de ser sólo una idealización o una vuelta a los cánones clásicos, dado que llega a convertirse en un modelo de desarrollo cultural incluyente, humanístico, republicano, democrático, ligado a la tolerancia, la reflexión y la educación. Fue también un contramodelo para iniciar la crítica al cientificismo positivista, que recuperaba la idea de razón y dimensión estética. Fue también un modelo para releer la propia tradición cultural hispanoamericana. Fue también una búsqueda de conocimiento del sentido de la historia y de apertura hacia la utopía. Y fue también particularmente importante su aporte para un modelo de educación o paideia.

         Lo cierto es que en nuestros grandes héroes culturales –como en Vasconcelos, quien se autofiguró a sí mismo como un “Ulises criollo”—la matriz de su concepción de mundo y el modelo para su intervención pública se apoya fuertemente en el modelo clásico. Esa matriz alimenta a su vez una cierta concepción abierta e incluyente de la razón y de la historia y una cierta concepción del futuro como utopía, guiado por el “principio esperanza”.

         Por otra parte, en nuestros grandes autores la visión del mundo clásico apuntala toda una poética del pensar que a su vez se pondrá en relación con una poética de la cultura centrada en la idea de Mediterráneo, y con una política de la lectura, en todo complementaria de la primera, que refuerza su sentido y que hace del logos y de la cultura escrita su base de sustentación.

El modelo de la Grecia clásica anida así en la forma de repensar la historia, pero también en la base de toda formulación de programas de presente y de futuro. Así lo prueba el discurso sobre “La cultura de las humanidades”, leído por Henríquez Ureña en 1914 en ocasión de la apertura de cursos en la Escuela de Altos Estudios de la Universidad Nacional de México. Afirma allí  programáticamente lo siguiente:

...Grecia no es sólo mante­nedora de la inquietud del espíritu, del ansia de perfección, maestra de la disciplina y de la utopía, sino también ejemplo de toda disciplina. De su aptitud crítica nace el domi­nio del método, de la técnica científica y filosófica; pero otra virtud más alta todavía la erige en modelo de disciplina moral. El griego deseó la perfección, y su ideal no fue limitado... creyó en la perfección del hombre como ideal humano, por humano esfuerzo asequible, y preconizó como conducta encaminada al perfeccionamiento, como prefigu­ración de la perfecta, la que es dirigida por la templanza, guiada por la razón y el amor.

         Nuestros autores encuentran en el mundo helénico la idea de utopía y un modelo posible de universalismo e integración. Nueva prueba de                     ello es que en 1925 la Editorial Estudiantina de La Plata publicará   La utopía de América, texto de la conferencia pronunciada por Henríquez Ureña años atrás, en 1922, en plena atmósfera de la reforma universitaria. Allí leemos:

¿Hacia la utopía? Sí: hay que ennoblecer nuevamente la idea clásica. La utopía no es vano juego de imaginaciones pueriles: es una de las magnas creaciones espirituales del Mediterráneo, nuestro gran mar antecesor. El pueblo griego da al mundo occidental la inquietud del perfeccionamiento constante. Cuando descubre que el hombre puede individualmente ser mejor de lo que es y socialmente vivir mejor de como vive, no descansa para averiguar el secreto de toda mejora, de toda perfección [...]. Mira al pasado, y crea la historia; mira al futuro, y crea las utopías.

Creación de nuestros abuelos espirituales del Mediterráneo, invención helénica contraria a los ideales asiáticos que sólo prometen al hombre una vida mejor fuera de esta vida terrena, la utopía nunca dejó de ejercer atracción sobre los espíritus superiores de Europa […].

Al pensar en la tradición cultural ligada al Mediterráneo, que nos permite enlazarnos con una línea genealógica luminosa de razón y democracia, Henríquez Ureña está a la vez, nada más y nada menos que pensando un proyecto para nuestra América. Así lo dice en el mismo texto:

Debemos llegar a la unidad de la magna patria  […]. Nuestra América se justificará ante la humanidad del futuro cuando, constituida en magna patria, fuerte y próspera por los dones de la naturaleza y por el trabajo de sus hijos, dé el ejemplo de la sociedad donde se cumple “la emancipación del brazo y de la inteligencia.

Debo insistir que no se trata de copiar o calcar el modelo de la cultura mediterránea para sentir que América es Europa, sino de inspirarse en dicho modelo para desarrollar un programa de emancipación del brazo y la inteligencia americanos.

         Nuestros grandes autores, como PHU, vieron en Grecia un modelo de vida, de pensamiento, de escritura, así como la posibilidad de proyectar un programa de autoconocimiento de la sociedad latinoamericana. Vieron entonces al mundo griego como modelo de razón, utopía, humanismo, moral y política.

         He aquí algunas de las claves de la devoción que nuestros héroes culturales sintieron por el modelo de la Grecia clásica y su relectura desde los intereses de su propio presente, en una línea que recupera sus aportes a una nueva concepción de sociedad, individuo, cultura, educación, en la línea de la Paideia de Jaeger, obra que no por casualidad fue tempranamente publicada por el Fondo de Cultura Económica en su versión al español.

             A diferencia de la mirada narcisista, que sólo ve en el agua el reflejo de su propia imagen, estos grandes y generosos intelectuales vieron en el espejo de la Grecia clásica todo un proyecto para la inteligencia americana. No se trataba de caer en un culto nostálgico de la tradición ni tampoco de desconocer la posibilidad de repensar los modelos a la luz de las nuevas circunstancias y demandas de la hora. Es por todo ello que propongo pensar su relectura del mundo griego como fundación  de todo un programa que arranca de una propuesta de interpretación de la cultura hispanoamericana como traducción de una poética de la cultura.

         Honrar a Grecia es honrar lo mejor de la razón contra la soberbia racionalista, y es honrar el humanismo y la vocación democráticos en medio de la amenaza de los conflictos planetarios.  

         Honrar a Grecia es honrar a una cultura que se construye a partir de la palabra y la crítica de la palabra, o, para decirlo con las palabras de Reyes, ese momento de sentido en el cual “la palabra se enfrenta con la palabra”, sin duda una de las más penetrantes observaciones que se haya hecho en América respecto del surgimiento del pensamiento crítico griego.

         Honrar a Grecia es honrar esas muchas facetas que ella nos dio: poesía y filosofía, historia y utopía, democracia y preocupación por lo humano.

         Honrar a Grecia es honrar la originalidad de las ideas, sin preocuparnos tanto por el debate sobre su originariedad como por su fuerza transformadora.

         Honrar a Grecia es encontrar en la educación, la reflexión y el modelo democrático una clave para el desarrollo armónico de América.

         Honrar a Grecia es hacer del logos, la palabra, el modo de intervención y mejora de la vida social así como la garantía del sentido y de todo horizonte de comprensión.

         Honrar a Grecia es, en suma, honrar lo mejor de nosotros mismos. Muchas gracias por este inmenso reconocimiento, que recibo en nombre de quienes han hecho de Grecia el modelo para pensar la inteligencia americana y para dotar de inteligibilidad a la experiencia humana.

* Palabras pronunciadas en la ceremonia de recepción del Doctorado Honoris Causa otorgado por la Universidad Nacional y Kapodistríaca de Atenas, el 19 de diciembre de 2011. El título de este discurso representa un claro homenaje a la Apología de Sócrates, cuyos ecos se dejan  sentir aún en la capital griega.